Destellos japoneses en la noche porteña

 



La consagrada pianista Hiromi Uehara visitó por segunda vez Buenos Aires y dio dos conciertos en solitario, que recorrieron gran parte de su discografía, en el Teatro Coliseo (Marcelo T. de Alvear 1125).

Por Mariu Serrano

El escenario, habitado por un piano de cola en el centro, parecía demasiado amplio para la menuda nipona de pelo revuelto que sonreía con tímidamente ante la ovación de la sala llena. Apenas se sentó frente a su instrumento -quien según ella es “su mejor amigo”- su energía desbordante equilibró el espacio y achicó las distancias. Quienes conocemos la trayectoria del Hiromi’s Sonicbloom, el trío que compone junto al bajista Anthony Jackson y el baterista Simon Phillips, nos permitimos dudar de la potencia que tendría el repertorio ejecutado por la pianista en solitario. Esa desconfiada hipótesis fue descartada por los primeros compases de “The Tom & Jerry show”, un homenaje frenético en el que Uehara hace convivir el ragtime, digitado con rapidez pasmosa, con un leitmotiv glorioso que podría encuadrar un beso final de cualquier película romántica.

Luego de ejecutar “Spiral”, de su segundo disco, homónimo, editado en 2006, y “What will be, will be”, de su último trabajo titulado Spark, la artista se tomó un momento para leernos unas palabras de agradecimiento en un muy correcto español y arremetió nuevamente contra el Yamaha con tal entusiasmo que parecía estar al borde de un brote. Pero, así como a Rachmaninov los conciertos le calmaban la neuralgia, así Uehara entra en un trance al tocar y se la ve inmersa en el disfrute, soltando cada tanto una mirada a público y una sonrisa cómplice, casi como si nos dijera: “¿La están pasando tan bien como yo?”. En esa inclusión de los espectadores radica, según mi experiencia, nuestro mayor disfrute: la ejecución correcta pero inerme no es ni la sombra de una ejecución cálida con traspiés.

 De más está decir que nosotros tuvimos lo mejor de ambos casos: Uehara despliega una potencia inusual, digna de una rockstar, y al mismo tiempo tiene la delicadeza de una niña jugando con una cajita musical. Se la suele encasillar en ese conglomerado fangoso que damos en llamar jazz fusión, también en el post-bop, y hay quien aventura un rock progresivo… Yo diría que es todo eso y más. Que su infancia en un pueblito de Japón, su adolescencia con la Orquesta Filarmónica Checa, su juventud en el Berklee College de Boston, su contacto con gigantes del jazz como Oscar Peterson, Chick Corea o Stanley Clarke, todo ello es parte de la alquimia armónica que nos comparte.

Vino entonces “BQE”, tema que abre su disco Place to be del 2010, que coquetea con el “Blue Rondo a la Turk” de Dave Brubeck. Llegó una que sabíamos todos: su maravillosa versión del famoso “Canon en Re mayor” de Johann Pachelbel, en la que metió quién sabe qué artilugio de metal entre las cuerdas para conferirle un matiz de clavicordio. A este hit de la música clásica le siguió “Desert on the moon”, una canción mucho más calma y nostálgica, perteneciente a su segundo disco, Brain, del 2004.

Esta pianista tiene el logro de que, además de generar climas diversos y que sea imposible predecir cuál será el próximo acorde, su manera de tocar es divertida, graciosa incluso, sin perder en ningún momento la calidad. Los contrastes abruptos de acentuación, el diálogo entre los graves y los agudos, las modulaciones y variaciones en la métrica son una constante en las composiciones de Hiromi, a quien la formación académica le dio un arsenal de herramientas técnicas que ahora usa a gusto y piaccere en la ejecución de una música irreverente: prescinde de partituras, en el fervor del concierto se pone a tocar parada, golpea el piano con el talón de sus manos o los codos, interviene o mutea las cuerdas para generar nuevos sonidos; en resumidas cuentas, hace lo que quiere y todo suena de mil maravillas.

Eso parecía ser todo, y no habría estado mal porque ya había hecho un recorrido de una hora por casi toda su discografía, pero el vitoreo de cancha, típica costumbre criolla, la trajo de nuevo, radiante, a hacer el bis: el tríptico “Viva Vegas”, que contiene “Show city, show girl”, “Daytime in Las Vegas” y “The Gambler”. Con el público de pie gritando su nombre, terminó por volver al escenario y nos regaló “Wake up and dream”, una canción que pertenece a su último disco pero que compuso de pequeña, cuando fantaseaba con poder viajar por el mundo haciendo feliz a la gente con su música. Felizmente por ella y quienes la admiramos, es un deseo cumplido cada día.

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